La edad mítica de Vapórea tuvo
una proliferación de armas mágicas y divinas como no ha conocido ninguna otra
mitología nacional. Siendo desde sus orígenes una nación belicosa, los vaporeos
han tenido siempre en gran estima sus armas y armaduras, dotándolas en sus
relatos –incluso en los oficiales –de propiedades sobrenaturales y hasta de
consciencia propia.
Una de
las más conocidas y que más hizo mella en el imaginario colectivo es la
alabarda Desgarro de alma, perteneciente a la extinta familia Warfogg, que
durante los siglos 10 al 5 a.S.V (antes del Sitio de Vapórea) ofició
predominantemente como guardia real. Algunas fuentes indican incluso que el
cuerpo de guardias Los Alabardas provienen del uso que los patriarcas Warfogg
dieron a esta arma para defender al Rey.
Cuenta
la leyenda que el conde Baldwin Warfogg encontró el arma luego de perderse en
una expedición de caza. Habiéndose alejado de sus vasallos y escuchando cada
vez más lejos el ladrido de los perros decidió encontrar por su cuenta el
camino de regreso al campamento, alejándose cada vez más sin embargo. Al caer
la noche se encontró vagando en un paraje desolado, una llanura devastada en
cuyo centro podía verse un pueblito vacío. A pesar de su apariencia lúgubre, el
conde decidió entrar en la villa para conseguir comida y orientación o, en caso
de hallarse vacío el poblado, un techo para pernoctar.
Sólo
huesos blanqueados, telarañas y madera podrida dieron la bienvenida al señor de
la comarca. Quitándose la armadura de caza y atándola junto con la lanza y el
arco corto que llevaba, Warfogg entró en lo que en tiempos mejores había sido
la taberna del pueblo y se acomodó sobre un colchón andrajoso: los lujos de las
cortes de Vapórea no habían alcanzado a obnubilar las mentes de los señores, y
Warfogg antes que un noble era un guerrero. Ni siquiera intentó a hacer una
hoguera: el cansancio de la jornada lo impulsó a dormir sin más dilación.
La luna
ya estaba en su cenit cuando, en sueños, Warfogg fue visitado por la sombra de
uno de sus antepasados, el conde Fitzwilliam Warfogg, su tatarabuelo. Este le
profetizó a Baldwin que tiempos sombríos se acercaban para atormentar al Sacro
Reino de Vapórea, y que la vida del Rey correría peligro en innumerables
ocasiones. Le dijo que la misión que el Antiguo había preparado para e linaje
Warfogg era la de proteger (aun ofrendando su propia vida y la supervivencia de
la familia) al gobernante por derecho divino, y le impuso a Baldwin la misión
de no abandonar a su señor si este decidía entrar en batalla.
Fitzwilliam
Warfogg le tendió una mano espectral, y cuando Baldwin fue a tomarla se percató
de que esa mano empuñaba el asta de una alabarda, brillante en la noche de la
taberna con un centelleo rojizo. Según contó –en su lecho de muerte- el mismo
Baldwin, al tomar el asta del arma se encontró repentinamente despierto: la
alabarda había dejado de brillar, pero tenía una materialidad incuestionable.
El conde Warfogg tomó el sueño y el arma como un regalo del Antiguo pero
también como una responsabilidad impuesta por este, así que dedicó el día
siguiente a ayunar y rezar como agradecimiento. Fue encontrado por una partida
de búsqueda esa noche, y regresó con ellos al campamento, donde su mano derecha
le avisó que el reino había entrado en guerra con el Imperio de Lusgovia, lo
que hoy conocemos como República de Bmaris. El conde no se sorprendió en lo más
mínimo, y ordenó el acantonamiento inmediato de los hombres de su feudo. Esa
fue la primera vez que Baldwin contó la historia de la alabarda que llevaba a
la espalda, y su fe ciega contagió de valentía a sus vasallos, los cuales
reunieron en pocos días dos mil hombres armados y partieron a defender la
frontera de la nación.
El
conde Baldwin Warfogg utilizó la alabarda (todavía sin nombre) en la conocida
Batalla del Carromato, la cual comenzó como una escaramuza entre dos batallones
por un cargamento de maíz lusgavo y terminó en una matanza que dejó quinientos
muertos y mil setecientos heridos. Warfogg había sido destinado al frente septentrional,
donde se dio la batalla, y al recrudecerse las hostilidades entró personalmente
a la pelea.
Sólo le
bastó un golpe desde el caballo para demostrarle que el arma que le había
otorgado el espectro de su antepasado estaba, en efecto, revestida de poderes
divinos. Cuando se usaba para golpear, la alabarda era más ligera que una
pluma, capaz de cortar la más recia armadura o hasta arrancar de cuajo troncos
enteros. Bastaba el más leve contacto con un escudo de roble para quebrarlo en
múltiples pedazos, y la carne se hendía como manteca bajo la cuchilla.
La
batalla terminó con la retirada de las fuerzas de Lusgovia, pero cuando el
escudero del conde Warfogg le sacó el casco y el gorjal no vio en su rostro la
alegría de la victoria, sino el horror más puro. A Rudolph Salle, mano derecha,
escudero del conde y posteriormente historiador, le extrañó muchísimo su
expresión de miedo; el conde no sólo había participado ya en buen número de
batallas, sino que también había visto cara a cara a un espectro y no había
perdido la entereza. Warfogg pidió vino a los gritos y se retiró a su tienda,
de la cual no salió durante tres jornadas.
No fue
sino hasta terminar la segunda batalla cuando Rudolph Salle se enteró de lo que
le acontecía a su señor. Baldwin Warfogg había liderado otra vez a las fuerzas
vapóreas hacia la victoria, blandiendo su arma con una facilidad pasmosa y
dejando un rastro de cadáveres. Esta vez, luego de asistirlo y servirle bebida
decidió acompañarlo a su tienda: una vez dentro, el conde Warfogg se desplomó,
temblando y mesándose los cabellos.
“Sobre
esta arma pesa una terrible maldición, Salle” dijo Warfogg a su escudero “y
maldito está todo aquel que la blanda. Es una alabarda magnífica, y no hay ni
una en todo el mundo que se le pueda comparar, pero el dolor que trae a su
portador es aún más incomparable.
¡Ay de
mí, que he visto las almas de los que asesiné! Cada vez que la punta o la
cuchilla de mi arma hieren la carne de mi enemigo, veo con claridad cada uno de
sus sentimientos, cada una de sus memorias. Antes de tenerla en mis manos he
matado, tanto con espada como con arco, y a pesar de la repugnancia que es
natural sentir ante tan perverso acto, el saber que es en defensa de mi Rey y
mi Dios basta para aliviar el dolor en mi alma. No creáis que me he ablandado,
Salle, no te guieis por mi aspecto: un hombre de menor temple ya hubiese
sucumbido. Pues esta alabarda… No sé con qué palabras humanas referirme a tan
horrorosa experiencia. Pues esta alabarda me hace conocer cada aspecto de la
vida, cada odio, cada miedo, cada amor de las personas que mato. No me creáis
mentiroso cuando os digo que puedo daros cuenta de los nombres y las familias
de cada uno de los que maté durante la Batalla que acaba de terminar. Puedo
deciros cuáles peleaban con odio y con placer, cuales sólo querían salvar la
vida y cuales dedicaron sus últimos pensamientos a sus esposas, hijos y
señores.
Puedo
deciros como pasó cada uno de ellos cada día de sus vidas. Puedo deciros que
casi todos querían volver a sus hogares y disfrutar del pan y el vino por
última vez, con sus familias.
Estoy quebrado, Salle. Cuando el
enemigo es una armadura que se mueve, o siquiera un hombre con una espada es
fácil. Pero cuando uno sabe cuántas vidas hay detrás de la vida que está
segando… Esta arma está maldita. No puedo seguir, dejadme solo.”
Salle
era una persona que, a pesar de tener gran respeto por su señor, no podía estar
callado, y la noticia de las peculiares palabras del señor de Warfogg se
expandieron por el campamento como un incendio. No obstante, el respeto que el
conde había ganado en las últimas batallas impidió que los hombres fuesen
crueles con él, y la mayoría pensó que eran tan solo producto de la fatiga del
combate.
Las
hostilidades dentro del territorio vapóreo cesaron al cabo de unos meses, y
Warfogg fue recompensado (la recompensa la pidió él mismo) con el puesto de
jefe de la guardia real. A pesar de que pudo descansar, el conde ya no era la
misma persona: el pelo se le había encanecido prematuramente, y el rostro
estaba plagado de arrugas, las cuales, al iniciar la guerra, ni siquiera había
un presagio. A pesar del evidente golpe que había supuesto para él la guerra,
acometió su deber con gallardía y frustró numerosos atentados contra la vida
del rey, lo que le valió el título de Lord Protector de por vida, y la herencia
de este a perpetuidad.
En su
lecho de muerte, Baldwin Warfogg legó su arma y su título a su hijo, Rodrik
Warfogg. Llamó a la alabarda Desgarro de alma, para advertir a todos sus
descendientes del terrible sino que se cernía sobre tan poderoso artefacto.
Rodrik Warfogg, joven impresionable por ese entonces, tuvo gran respeto por la
historia de su padre y se dice que no blandió la alabarda ni siquiera una sola
vez.
Distinto
fue el caso de su hermano menor, John Warfogg, que heredó la reliquia familiar
tras la prematura muerte de Rodrik. De fama implacable y sanguinaria, el joven
John no tardó en emplear la alabarda contra uno de sus propios sirvientes, tras
lo cual pasó dos meses en cama producto de una enfermedad nerviosa. El propio
testimonio de John sirvió para dar veracidad a la historia de su finado padre,
y ya en toda la corte se hablaba de la famosa arma divina de los Warfogg.
Desgarro
de alma pasó de generación en generación, y los herederos la recibían con
codicia o con aprensión, dependiendo el caso. Muchos, al igual que Rodrik
Warfogg, ni siquiera osaban tocarla al recibirla, de tal pavor que les causaba.
Otros la usaban en combate y caían enfermos, o acababan con su propia vida
después de la batalla. Sólo los de ánimo más fuerte eran capaces de utilizarla
en muchos combates: el caso más famoso es el del caballero Greene Warfogg, que,
durante las guerras, escogía como enemigo personal al escuadrón enemigo de fama
más malvada, para así disminuir los remordimientos al matarlos.
La
historia de Desgarro de alma terminó en el siglo 5 a.S.V., cuando Johannes
Warfogg, en la Toma de Ho-Nien, un bastión de Zhao Tsu, terminó con la vida de
sesenta hombres en menos de una hora. Luego de esta proeza sin par, Johannes
partió el asta de Desgarro de alma y mandó a fundir la cabeza del hacha. Cuando
le preguntaron el porqué de su accionar, contestó con las siguientes palabras:
“Uno de
los ballesteros que maté era un mozalbete de diez años. El señor de este
castillo lo había forzado a pelear, y su madre lo esperaba en una de las casas
que quemamos. Ella le había prometido ir a cazar mariposas cuando volviese:
ambos querían atrapar una mariposa naranja, como la que les había regalado el
padre de la familia antes de partir a la guerra. Pero ahora, su querido Tian
jamás volverá. Mis antepasados proclamaban que esta arma estaba maldita, pero
creo que estaban equivocados: es la raza humana la que está bajo una terrible
maldición”. Con el acero que
resultó de la fundición de Desgarro de alma, Johannes mandó a fabricar un
escudo, alegando que no quería que el metal de la alabarda volviese a ser
utilizado para matar. Luego de poner en orden sus asuntos y su herencia –era un
hombre metódico, como todos los nobles de Vapórea – saltó de la ventana de su
torre, ubicada a cien pies del suelo.
El
escudo Warfogg fue donado al museo real, donde permaneció guardado hasta que, varios siglos después, durante el sitio de
Gran Vapórea, fue fundido de nuevo y utilizado para fabricar balas de cañón.
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