Hace mucho,
muchísimo tiempo, existía un lejano e ignoto reino, de grandes torres sombrías
y castillos rojos, sumergidos entre una niebla que nunca se disipaba. El
Sacro Reino de Vapórea era la nación más grande del mundo, aunque todavía era
bastante pequeña comparada con lo que después fue.
Aconteció que, un
día, alas negras y escamosas se divisaron en el horizonte y todo el pueblo de
Vapórea se estremeció de terror: un enorme dragón negro voló por encima de la
costa, dejando un rastro de aldeanos temblorosos y olor a azufre. La enorme
bestia pasó por encima de los castillos silenciosamente, como si fuese una
amenaza hecha de viento, hasta que se perdió en el brillo agonizante del sol
poniente.
El rey de Vapórea
era un hombre gordo y bonachón, pero bastante tonto: ni bien el dragón pasó y
pudo salir de su escondite debajo de la cama, convocó a todos los magos del
reino (porque todos sabemos que los magos son los únicos versados en el estudio
de los dragones) en una asamblea urgente para decidir qué debía hacerse
respecto a la amenaza que representaba el monstruo que había sobrevolado la
ciudad. Según uno de los vigilantes de la frontera que había llegado a caballo
pocas horas después del avistaje de la bestia, el dragón se había asentado en
una alejada torre abandonada, a poca distancia de la frontera de Vapórea.
Largas horas de
discusiones pasaron hasta Víctor Levi, representando a la asamblea de magos y
hechiceros dio su veredicto unánime: el dragón debía de ser perseguido,
acorralado y asesinado, para proteger a los inocentes ciudadanos de Vapórea. El
plan debía ser ejecutado cuanto antes; la bestia, ahora que había encontrado un
escondrijo, probablemente estaría dormida y desprevenida. Podrían sellar la
torre con un hechizo de protección y, ya encerrado el dragón, quemarla con él
adentro.
El rey dio su beneplácito y, fijando la fecha para dar
caza a la bestia en un mes a partir de la fecha, dio orden de que los soldados
afilasen sus espadas y los magos preparasen sus hechizos.
Víctor Levi tenía
una pequeña hija llamada Juno. Era una niña encantadora, de bucles dorados y
pecas abundantes, que gustaba tanto de jugar con casitas y muñecas como con
espadas de madera y caballos consistentes en palos de escoba e imaginación.
Juno pasaba largas horas jugando en el castillo Carmesí, la residencia del rey
donde su padre era el jefe de todos los magos: corría por todos los pasillos
buscando pinturas viejas o jugando con los centenares de gatos que habitaban en
la fortaleza. Cuando no estaba ocupada en esos menesteres, gustaba mucho de ir
a la cocina del castillo, donde todos los servidores la conocían y solían
regalarle dulces.
El día que el
dragón fue visto por primera vez, Juno había logrado encontrar un pequeño
pasadizo que nacía detrás de la chimenea de la biblioteca real. Caminó por él
hasta finalmente llegar a un espacio detrás de la pared de la sala principal,
donde escuchó a su padre hablar de lo que sería la cacería del dragón. La niña,
que había estado jugando toda la tarde en las paredes interiores del castillo,
se sorprendió muchísimo: la sola mención de un monstruo que solo aparecía en
cuentos y leyendas la emocionó al punto de que tuvo que desandar todo el camino
y salir a la biblioteca para poder expresar su satisfacción con un grito
triunfal.
Un dragón. Un
dragón en la mismísima Vapórea.
Su padre y los
demás adultos jamás podrían comprender. Ellos solo veían las cosas como
posibles peligros. Los magos ni siquiera apreciaban la belleza de las estrellas
si no era para intentar predecir el futuro en base a ellas. El rey y los
generales no querían conocer otras naciones más que para ver cómo podían
aniquilarlas. No, los adultos jamás entenderían realmente lo que estaba
sucediendo.
Juno sentía que
debía ver al dragón con sus propios ojos antes de que su padre le haga algo.
Dudaba que pudiesen matar al dragón, pero por lo menos lo ahuyentarían, y ella
no iba a permitir que eso pasase hasta que por lo menos pudiese verlo. Si no lo
lograba, sabía que se arrepentiría toda su vida.
Ese mismo
atardecer, antes de que las puertas de la ciudad se cerrasen, la pequeña niña
escapó de la fortaleza en dirección oeste, hacia la torre abandonada. Solo
llevó su vestido favorito y una mochila cargada de toda la comida que pudo
sacar a hurtadillas de la cocina, mientras sus amigos no estaban atentos.
Juno caminó
durante cinco días y cinco noches hacia donde el sol se pone. A pesar de que se
encontraba en campos salvajes, la niña caminó siempre hacia adelante, con la
única esperanza de ver la escamosa piel del monstruo, sin temerle a nada en el
camino que la llevaría hasta él.
La luz de las
estrellas bañaba la torre abandonada cuando la pequeña la divisó por primera
vez. Era un enorme cilindro hecho de madera y ladrillos que se erguía como
intentando tocar el cielo, pero su aspecto ruinoso inspiraba más lástima que
reverencia.
Nuestra diminuta
heroína se acercó despacio, ahora ya sintiendo todo el miedo que debería haber
tenido al dejar su hogar y al recorrer el lúgubre camino hasta su meta. En todo
el viaje hasta la guarida del dragón nunca había pensado en su padre. Quizá
estuviese desesperado, buscándola por todo Vapórea montado en un brioso corcel
blanco y portando una espada de llamas, dispuesto a vencer al mismísimo dragón
para recuperar a su pequeña hija.
Sin embargo, Juno
sabía que lo más probable era que su padre ni siquiera se hubiese percatado de
su ausencia. La niña sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos. Ella se
había escapado y debía seguir hasta el final, hasta ver al dragón con sus
propios ojos.
Caminó en
puntillas de pie hasta la entrada de la torre. Un resplandor naranja salía de
todas las ventanas y huecos ruinosos de la torre como si una hoguera ardiese
adentro de la edificación. Un gruñido
ronco y cansado, como si fuese un fuelle roto, vibraba por todo el aire.
Juno finalmente
entró en la torre derruida.
Enrollado en el
pilar central de la construcción estaba el dragón. La niña esperaba ver un
enorme y aterrador monstruo, pero, para su sorpresa, encontró un dragón viejo y
cansado, respirando como podía entre toses y estornudos. Era grande, sí (como
todos sabemos, los dragones se vuelven más grandes con el tiempo, siendo los de
mayor tamaño los más ancianos), pero no tanto como se lo había imaginado. El
color negro del dragón era opaco, como el pelaje de los gatos del castillo
cuando están enfermos. Las escamas que lo recubrían estaban gastadas, y muchas
hasta ausentes; la armadura natural de la antes imponente bestia ahora estaba llena
de agujeros.
El plan original
de Juno era introducirse en la torre a hurtadillas, mirar al dragón todo lo que
pudiese e irse sin ser notada antes de despertarlo, pero ahora que había podido
contemplar el estado en el que se hallaba no le tenía ninguna clase de miedo;
la niña se acercó al lugar de reposo del dragón con seguridad, pero también con
cautela.
-¿Qué hacéis aquí, niña? -dijo el dragón de improviso, sin mirarla.
-Me perdí -mintió Juno, aturdida todavía por la voz de trueno del
reptil.
El dragón giró su
enorme cabeza lo suficiente como para poder observarla con su ojo izquierdo.
Era un poco gracioso, pensó Juno, darse cuenta que no podía ver bien de frente
como los pájaros.
-¿Sabéis que mentirle a un dragón no solo es peligroso sino también
algo muy tonto? Según dicen, los dragones somos los padres de la mentira. Es
imposible engañarnos -el dragón tosió fuertemente entre espasmos, y luego
prosiguió -. Dime por qué perturbáis mi descanso.
-Bueno, señor dragón, mi padre me ha enseñado que es de mala educación
hablar con desconocidos, así que debería decirte mi nombre. Me llaman Juno;
buenas noches, señor dragón -Juno extendió su mano abierta hacia la serpiente
en un gesto amistoso.
En los siglos que
había abarcado su existencia, el monstruo jamás había contemplado nada así. Adónde
iba sembraba el terror, aunque hacía ya mucho tiempo desde que se dedicaba a
destruir reinos. En su vejez, lo único que quería era el descanso; lejos estaba
ya la gloria del combate o el sabor de la carne humana.
-¿Acaso no me teméis? -inquirió, reptando hacia la pequeña y abriendo
ligeramente sus alas de ébano.
-¿Por qué habría de temerte? -respondió ella, con voz tierna -. No te
he hecho nada malo, tú no deberías hacerme nada malo a mí.
-Deberíais de temerme porque soy un dragón -dijo la bestia, hastiada
-. Además, el mundo no funciona como dices, pequeña. Tarde o temprano entenderéis
que no basta con solo ser bueno -El enorme reptil se giró hacia un costado y le
mostró una gruesa lanza que tenía clavada en uno de los cuartos traseros -.
Hace un tiempo estaba durmiendo en una montaña y un grupo de hombres vino a
cazarme, aún cuando jamás había estado antes allí. Tuve que escapar, herido y
ofendido por nada menos que ¡humanos! Si hubiese querido podría haber
exterminado a todos, pero decidí perdonarlos; como paga, ahora llevo esta
enorme lanza clavada en mi cuerpo. No, a veces ser bueno no basta.
-Pues yo creo que sí. Hace unos meses, un pinche de cocina no me
quería: cuando pasaba cerca mío me molestaba, y jamás quería regalarme dulces
-Juno se sentó sobre la tierra, no muy lejos ni muy cerca de su singular
interlocutor -. En vez de molestarlo yo y hacerlo enojar más, le hice un lindo
lindo lindo dibujo con crayones. Era un chico muy feo, como casi todos los
pinches del castillo, pero lo dibujé tan bello que cuando lo vio se puso a
llorar. Señor dragón, continúa devolviendo cosas buenas cuando le dan cosas
malas, quizá algún día la gente empiece a verlo como una criatura bondadosa.
El dragón no
contestó nada y se echó, con los ojos cerrados y la respiración irregular. Juno
siguió sentada en el piso de la torre derruida, haciendo pequeños dibujos con
el dedo.
-Niña -dijo el monstruo con su voz serpenteante -... ¿Sigues allí?
-Aye, señor dragón.
-Los humanos solían llamarme Ecthelion, azote de reinos. Es un placer
conoceros.
Juno pasó la
noche en compañía del dragón, el cual, con el pasar del tiempo, demostró ser un
mejor amigo que todos los niños que ella había conocido en el castillo carmesí.
Tanto disfrutó de la conversación con Ecthelion que Juno olvidó su plan de
volver lo más rápido posible con su padre. Ni bien rayó el alba en la lejanía,
la niña salió de la torre y buscó bayas y vegetales para desayunar junto al
dragón.
Durante todo ese
día y el siguiente, y el siguiente después del siguiente, Juno se dedicó a
intentar sanar las heridas que los hombres habíanle provocado al enorme reptil.
Luego de mucho esfuerzo logró sacarle la enorme lanza que llevaba clavada en el
anca izquierda, pero esta no era la única lastimadura que Ecthelion sufría. En
la piel del pecho, desprovista de las gruesas escamas que protegían su lomo y
flancos, llevaba varias docenas de flechas incrustadas, las cuales Juno quitó
una por una, para luego lavar cuidadosamente los arañazos que habían provocado.
Luego de haber
terminado de restablecerse, Ecthelion demostró una mejoría no solo en como
respiraba sino también en su humor. Juno, como quien dice una obviedad, le
explicó que las heridas no dejan pensar a la gente y que todos los humanos
deberían curarse entre sí para que el mundo sea feliz; acto seguido corrió a
bañarse a un río cercano, bajo la protectora mirada del dragón. Mientras la
niña nadaba en la mansa corriente, Ecthelion solo podía pensar en que la
pequeña se había referido a él como un ser humano. La armoniosa risa de la niña
lo sacó de sus pensamientos.
Pasaron más días
de armoniosa convivencia. Durante el día, Ecthelion le contaba acerca de
acontecimientos que habían pasado eones antes del nacimiento de Juno; la caída
del Gran Enemigo, la división del mundo y la gran oscuridad que sobrevino, las
guerras dracónicas y, por fin, la desaparición de los dragones y el surgimiento
de los hombres. La infanta absorbía estos conocimientos con un asombro propio
de su edad, sin desviar la atención ni un solo segundo de la sibilante vos de
Ecthelion.
Juno también
había aprendido a volar sobre el lomo del dragón. Con un poco de torpeza y
mucho miedo al principio logró subir en la nuca del monstruo. Practicaron
durante horas como tenía que sostenerse con piernas y manos para no caerse, y
cuando Ecthelion estuvo seguro de que no lo haría, levantó un vuelo suave y
lento, como el caer de una pluma pero hacia el cielo. Volaron juntos hacia una
montaña cercana y allí se posó, cerca de la cima: viento frío y pequeños copos
de nieve los rodeaban, pero el calor que manaba del dragón era suficiente como
para que Juno ni siquiera se percatase del clima.
-Os estaba contando, pequeña Juno, acerca de la desaparición de los
dragones.
-Aye, sir dragón -le respondió Juno. Le divertía tremendamente tratar
a Ecthelion con la pompa noble que había aprendido en el castillo. Después de
todo, el monstruo la merecía mucho más que los verdaderos sires y lores de
Vapórea -. Sigue, por favor.
-Cuando el mundo se llenó de frío y blanco muchos dragones no lo
toleraron, y decidieron morir antes que seguir viviendo miserablemente,
escondidos en cuevas profundas o en el interior de los volcanes. Antes que eso,
los dragones eramos una raza extensa, como ahora son los humanos: no había un
solo lugar donde no pudiese encontrarse uno de nosotros. Bastaron dos siglos de
crudo invierno para que casi todos desaparezcan de la faz de esta tierra -la
voz de Ecthelion ya no parecía la de un dragón. De no poder ver, Juno habría jurado
que estaba en la sala común de Vapórea, escuchando a algún anciano contar la
historia de su vida. Ella sabía que, si sus lágrimas no se evaporaran antes de
poder escaparse por sus ojos, el dragón estaría llorando -. Perdí a todos mis
compañeros. Los dragones somos seres solitarios, sí, pero nunca me hubiese
imaginado lo que era realmente la soledad hasta que sucedió la catástrofe.
Juno no sabía qué
decir. Su único contacto con la pérdida de un ser querido había sido hacía ya
un siclo, cuando Sir Patas, su gato favorito del castillo, había caído por una
ventana a quince metros de altura.
-Mirad al cielo, pequeña Juno. Ved las estrellas.
La montaña donde
estaban era tan alta que ni siquiera las nubes obstruían la visión de los
astros. El cielo nocturno era una miríada de puntos blanquecinos titilantes,
todos parte de un intrincado dibujo que Juno no alcanzaba a comprender, como
los cientos de libros que formaban la biblioteca real. La niña quedose con la
boca abierta, estupefacta.
-Cada dragón que decide irse de esta tierra no muere, sino que
asciende a toda velocidad hacia la cúpula que llamamos cielo, y allí todo su
calor y su vida se transforman en una estrella.
-Son muchas estrellas -respondió la niña, sin poder entender.
-Son todos los compañeros que perdí -afirmó el dragón, cerrando los
ojos, como si quisiese solamente sentir la noche -. Conocí a todas esas
estrellas. Podría deciros los nombres de cada uno de ellos.
Juno acarició la
escarpada piel de Ecthelion y lloró con él.
El dragón cumplió
lo que había dicho, y noche tras noche, antes de dormir, subía a la montaña con
la niña en su lomo y le enseñaba los infinitos nombres de las estrellas, así
como también qué eventos futuros profetizaban. Luego, cuando la luna estaba en
su punto más alto, volvían a la torre y descansaban, para así poder emprender
un día nuevo de aventura y amistad. Juno ni siquiera recordaba cuanto tiempo
había pasado desde su llegada a la torre derruida; no recordaba a su padre, ni
a Vapórea, ni al Castillo Carmesí. Ecthelion le estaba enseñando un mundo
nuevo, un mundo más maravilloso que los centenares de corredores de la
fortaleza donde vivía.
Pero Juno fue
forzada a recordar. Una noche, cuando la luna ya casi volvía a su forma
redonda, subieron a la montaña desde donde observaban las estrellas. Ecthelion
le estaba explicando qué significaban las tres estrellas compañeras que
vosotros llamáis Orión, cuando de repente su compañera quedose pasmada al
observar el oscuro horizonte de la campiña. El dragón siguió su mirada y vio pequeños
puntos de luz casi estáticos: sin embargo, un par de minutos antes no estaban
ahí.
-Sir Dragón, debes marcharte... ¡Debes marcharte ya! -gritó la
infante, terriblemente asustada. El monstruo jamás la había visto así en su
compañía, ni siquiera en su primer encuentro.
-¿Qué sucede, pequeña Juno? -preguntó el dragón, alertado.
-¡Mi padre... Mi padre viene a matarte! -dijo Juno cuando pudo
respirar entre las lágrimas -. Hazme caso, te matarán si te quedas aquí.
Ecthelion
reflexionó. Después de tantos siglos, había encontrado una compañera, un ser
que era capaz de mirarlo frente a frente sin ningún temor. Había encontrado la
amistad. Volver a la soledad era imposible: si hubiese podido sentir
escalofríos en su cuerpo de reptil...
-No os abandonaré nunca, pequeña Juno -dijo, resuelto y mirando las
amenazadoras e ínfimas luces en lontananza -. Nunca.
-No quiero que te vayas, Sir Dragón -respondió la niña, con el rostro
colorado por el llanto -. Pero si te quedas...
La bestia observó
el cielo, manchado de incontables puntos blancos que eran sus hermanos
perdidos, y comprendió. Quedarse hubiese significado para Juno lo mismo que la
extinción de los dragones había significado para él.
-Pequeña Juno, dejad de llorar -imploró Ecthelion, con la voz más
dulce que pudo (la cual seguía siendo bastante lúgubre) -. Volvamos a la torre,
quizá allí se nos ocurra algo.
Juno se limpió la
nariz y los ojos con las mangas de su vestido y asintió mientras subía al lomo
de su único amigo en el mundo.
Faltaban dos días
para la luna llena y, por consiguiente, la cacería del peligroso dragón que
habíase instalado en la torre derruida de la frontera oeste. Los ejércitos de
Vapórea marchaban tras sus banderas rojas, todos caminando al unísono, sin
redoble de tambores ni gritos de batalla para no alertar a la bestia que iban a
cazar. Detrás de los soldados, todos los magos del reino viajaban en enormes
carromatos repletos de lujos; con ellos iba el rey, para verificar en persona
que la amenaza había sido suprimida.
Ecthelion, con la
sabiduría de los tiempos, había formulado un plan. Lo contó a Juno, y la
pequeña comprendió de inmediato; era muy simple, sí, pero efectivo. El dragón y
su compañera trabajaron sin descanso para lograrlo, juntando toda la madera que
pudieron de los alrededores: Ecthelion cargaba enormes troncos en su boca, y
Juno todas las ramitas que sus brazos pudiesen cargar. La noche cayó y los
encontró exhaustos, la niña abrazada al cuello de su camarada.
El día siguiente
fue aún más difícil. A Ecthelion le tomó muchas horas lograr desprenderse de su
piel, así como hacen las serpientes menores. A su edad, le dijo a Juno, los
dragones no suelen hacer estos reemplazos; su piel escamosa se queda donde está
por siglos, haciéndola todavía más dura. Mientras lo hacía, Ecthelion soltaba
algunos resoplidos de dolor, pero trataba de ocultarlos lo mejor posible
mientras le sonreía a la niña. Cuando finalmente terminó, depositó con suavidad
su propia piel sobre el enorme colchón de madera que habían juntado, como si de
una ciclópea pira funeraria se tratase.
Víctor Levi iba
ahora al frente de los ejércitos de Vapórea, ya con la torre a la vista. Dio la
orden de alto levantando un puño: de inmediato los soldados clavaronse al piso
como banderas. El jefe de todos los magos estaba a punto de gritar algo cuando
vio una pequeña niña venir corriendo hacia él; la reconoció de inmediato y
partió a su encuentro al galope.
-¡Juno! -gritó cuando llegó a su lado, con una mezcla de ira,
desesperación y alivio -¡Qué haces aquí! ¿Sabes cómo lloré tu ausencia allá en
Vapórea? ¡He pensado que te caíste en un pozo, que habías muerto! He tenido que
venir aquí, a este inmundo lugar, a cumplir mi misión pese a haber querido
buscarte por todo el cielo y la tierra. ¿Puedes explicarme qué haces aquí?
Por toda
respuesta, Juno lloró y lo abrazó. Las explicaciones vendrían después, pensó Víctor,
mientras abrazaba fuertemente a su hija. Sin soltarla, tomó las riendas del
caballo y galopó hacia donde estaban los soldados, llorando igual que su
primogénita, pero no por igual motivo.
El rey no estuvo
contento hasta ver las mismísimas cenizas del dragón, entremezcladas con las
escamas que habían logrado soportar el fuego mágico de sus magos. Al ser
sellado en la misma torre que servíale de refugio, la peligrosa bestia ni
siquiera había sido capaz de oponer resistencia; la cacería había resultado tan
satisfactoriamente que el rey decidió ofrecer un banquete para sus servidores a
la sombra de la torre derruida. Víctor Levi y sus acólitos fueron condecorados
allí mismo con el título de conde, y a su hija, Juno, que había estado perdida
tan cerca del peligro, le regalaron un brioso caballo negro, de manera que
olvide los terrores que probablemente había pasado estando un mes sola.
Volvieron todos a
Gran Vapórea, pensando en qué harían cuando estuviesen de vuelta en sus
hogares. Los soldados querían volver a estar con sus familias, los magos con
sus pociones, el rey con su oro y sus lujos. Ya casi nadie recordaba que había habido
un dragón dentro de su propio reino.
Nadie, excepto la
única niña que viajaba con ellos.
Al atravesar las puertas de Vapórea todo volvió a la
normalidad. Juno, al regresar, fue castigada con medio año de encierro en su
aposento. Podía pedir toda la comida, los juegos y los libros que quisiese,
pero Víctor pensó que impedirle vagabundear por los pasillos era escarmiento
suficiente para una travesura tan problemática como había sido escaparse de la
ciudad. Sin embargo, luego del regreso, jamás le preguntó por qué lo había hecho:
el padre de Juno sabía perfectamente qué la había motivado a peregrinar hacia
la torre derruida. Muchas veces, en la soledad de su habitación, Víctor sonreía
al pensar que él hubiese hecho exactamente lo mismo, e iba al cuarto de su hija
a jugar con ella.
Pasaron los años
y Juno Levi creció hasta suceder a su padre en la jefatura de todos los magos.
Su perfecto conocimiento astrológico y del mundo natural en general le granjeó
una reputación enorme que no decreció ni un poco hasta el final de su vida. Con
los siglos, los trovadores vapóreos hicieron aún más grande su leyenda, y hay
quien dice que durante toda su juventud tuvo una gran cantidad de encuentros
con un enorme dragón negro, fuera de las fronteras de Vapórea. Según estas
historias, en su adultez estos viajes cesaron repentinamente, y desde entonces
Juno jamás volvió a ser la misma líder que había sabido ser.
Habladurías y
mitos aparte, no se puede negar el aporte de la condesa Juno Levi al
conocimiento de Vapórea. Bajo su dirección, no solo la magia sino la ciencia y
el arte de Vapórea tuvieron un esplendor que jamás conoció otra época de
nuestra nación.
Ya al final de su vida, su último hallazgo fue
el de una estrella nueva, muy cercana a la luna. Como descubridora, le
correspondió a ella nombrar al astro.
Sin dudarlo un
segundo, la nombró Ecthelion, y ese nombre consta en nuestros registros hasta
el día de hoy.
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